Por Sofía
“Las personas con capacidad gestante llevamos siglos abortando. A muchas nos da miedo, pero al menos ya no estamos solas.”
![](https://static.wixstatic.com/media/e7d794_9fdeb17a1658483d93f75642efc6548d~mv2.png/v1/fill/w_980,h_490,al_c,q_90,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/e7d794_9fdeb17a1658483d93f75642efc6548d~mv2.png)
Poco se habla de que los derechos sexuales y reproductivos dicen mucho de lo que somos. El acceso a ellos es parte de nuestra conformación de identidad, porque dependiendo de si podemos o no acceder a ellos, y de cómo lo hacemos, es como nos iremos desarrollando. Y esto, va a construir parte de lo que somos. El problema hoy en día -y como ha sido a lo largo de la historia- es que lo que deberían ser derechos, en la mayoría de las vivencias y experiencias, no han sido más que privilegios.
En Chile el aborto está permitido por tres causales: por riesgo de la persona gestante, por inviabilidad fetal y por violación. Cuando aborté, yo no entraba en ninguna de ellas. En el momento en el que quedé embarazada, a mis 22 años, pude hacer muchas cosas que otras personas con capacidad gestante no pueden, y una de las más importante fue pensar en mis deseos de ser madre. En mis imaginarios de maternidad, siempre fui yo y un niñx. Fui yo, con recursos, con la posibilidad y la disponibilidad. Ese ser y yo contra el mundo. La romantización de lo lindo de tener un hijx: con quien correría por la plaza, con quien bailaría mi música favorita e intercambiaríamos gustos e intereses. Comeríamos lo que quisiéramos cuando quisiéramos, le enseñaría la virtud de la sensibilidad, cambiaría todas las restricciones con las cuales me crié. Mi maternidad soñada no implicaba la existencia de un padre, en ningún escenario. Que no se mal entienda, yo sí creo en la paternidad y en que es un deber; sin embargo, lo que yo deseaba como maternidad era una crianza de mí con otres, en comunidad. o quería una pareja con la cual criar.
Cuando quedé embarazada mi pareja asumió que yo quería abortar porque lo habíamos conversado anteriormente, pero nunca lo hablamos realmente luego de quedar embarazada. La prueba dio positivo en menos de dos segundos, y de inmediato supe lo que deseaba. Así mismo, yo sabía y siempre supe que mi pareja de ese entonces -aún más al ver su cara de horror- no quería ser padre. También sabía que, si le tocaba hacerse cargo, lo haría. Ese era el escenario. Y en este escenario, yo no quise ser madre porque no quería ser mamá con alguien más. No quería ser madre con él. No quería criar con una persona con la que teníamos formas tan diferentes de comprender y difícilmente nos estábamos pudiendo comunicar. Quería tomar mis propias decisiones y no tener que negociar todo lo que estaba negociando hasta ese momento. No quise ser madre porque quería terminar mis estudios, quería disfrutar mi soledad de la forma en la que lo estaba haciendo.
Decidí abortar y con mi pareja nunca transparentamos cómo realmente nos sentíamos o quizás, yo no fui lo suficiente sincera con él. Pasamos dos meses en un torbellino de emociones, con el amor por delante, pero con muchos desencuentros que parecían interminables. Muchas veces me vi dando explicaciones, inclusive a mí misma. Me sentí culpable, egoísta, individualista. Pasé tiempo cuestionándome; mi pareja no era una mala persona, nos amábamos y quería seguir compartiendo mi vida con él; entonces ¿por qué no quería tener un hijo con él? Si además todo el mundo me decía que hombres como él son muy difíciles de encontrar. Por otro lado, ¿quién quiere ser madre soltera? Hay mujeres e hijos sufriendo día a día por las paternidades ausentes y yo deseando esa soledad. ¿Qué me pasaba en la cabeza? ¿Acaso había desconfigurado una creencia feminista y esta no me dejaba ver con claridad? ¿Acaso tampoco pensaba en mi cuerpo y lo que podía pasarme? Iba a abortar ¿Realmente quería abortar o debía hacerlo?
Como feminista, comprendía la conceptualización del aborto como un derecho reproductivo: tener la libertad y la autonomía de decidir en torno a la responsabilidad de tener hijxs, en qué momento y con quién. Lo entendía, pero no lo sentía.
Mientras estuve embarazada pasé encerrada en mi casa porque temía al ojo público. Dejé de consumir alcohol porque sentía que debía al menos algún tipo de respeto. La primera semana me la pasé mordiéndome la lengua porque no encontraba el momento adecuado para comentarle a mi mamá, quien más de una vez me dijo que iba a quedar embarazada por irresponsable, que efectivamente estaba embarazada. Las semanas siguientes, después de liberar mi verdad, no dejaba de pensar en todas aquellas mujeres que habían tenido un aborto en pésimas condiciones, cuando ni siquiera lo habían deseado. Pensaba en aquellas que habían sido forzadas abortar por sus parejas, o por el contrario, quienes habían sido obligadas a tener un hijx. Pensaba en quienes habían sido violadas, en quienes fueron madres siendo sólo unas niñas. Pensaba en todas quienes no pudieron elegir y en que mi experiencia no era igual de importante, ni implicaba el suficiente horror para que fuera un dolor válido. Era sólo un aborto más. Porque la diferencia más grande entre ellas y yo es que yo estaba eligiendo. Solo que no era verdaderamente una libre elección.
Durante el proceso de aborto tuve mucho apoyo de mi familia, y mi pareja de ese entonces hizo lo mínimo que cualquier hombre debería hacer: abstenerse de opinar y apoyarme en lo que se necesitaba. Junto a él y mi familia pude encontrar la seguridad que necesité en ciertos momentos. Tuve un acceso rápido a exámenes médicos, mi pareja me consiguió las pastillas y yo me conseguí una guía de aborto seguro que leí detalladamente procurando no equivocarme en lo más mínimo ese día. Aborté en mi casa, en mi baño. Me desperté temprano, tuve mi reloj al lado, vi películas de confort, lloré un montón, me retorcí de dolor, vomité lo que no había vomitado en años y a través de esto logré abortar otras cosas que no había abortado de mi vida. Mi día terminó comiendo un plato de raviolis mientras veía Hannah Montana La película.
Si soy sincera conmigo misma, sé que tuve la tranquilidad del privilegio. Mi hermana fue la primera en apoyarme seguida de mi madre. Mis dos mejores amigas, a quienes considero mis hermanas, me acompañaron a enfrentar mi primera ecografía de embarazo. Le conté a un grupo reducido de personas, en quienes creía que podía confiar. Lo intenté todo para que mi experiencia fuera una buena experiencia, un aborto más de los miles que suceden día a día. Lamentablemente, por muy bonito que suene todo, no fue suficiente para que mi experiencia estuviera exenta de vivir las carencias moralistas y estructurales del sistema. Lo que hice es ilegal, y eso no lo iba a cambiar ni yo ni nadie, por eso nunca fue una libre elección. La exposición entonces era real. Tuve que asistir a consultas con médicos que me juzgaron, con quienes no pude hablar deliberadamente mi verdad. Tuve que sobrellevar situaciones de violencia obstétrica, donde ningún médico se interesó por mi salud física ni mental. Tuve que enfrentarme a escuchar a otras personas que habían abortado decir que “no era para tanto”, y soportar a otrxs decirme que era una persona totalmente cínica. “Tan chica y embarazada, supongo que no lo buscaste”, “dices que te gustan los bebés y abortaste ¿no te suena frío?”, “aquí sale que estás embarazada, y te ves como una niña. Eso pasa cuando no te cuidas, ¿tomas pastillas?”, “uf, estás en fase lútea pero puede ser probabilidad de embarazo… esperemos que no sea sino no sé qué harías”.
No sabía a quién recurrir, a quién preguntar. No supe a quien contarle todo lo que realmente sentía. Todo esto me aterró cada día un poco más y aunque mis seres cercanxs intentaban tranquilizarme, yo no hallaba la forma. Tenía pena, rabia, culpa y una sensación de injusticia y frustración que no lograba elaborar. Afectó a mi salud mental gravemente. Me obsesioné pensando que seguía embarazada. Me sentía culpable al mantener relaciones sexuales, me sentía culpable de sentir deseo y placer. Mi cuerpo cambió por la cantidad de hormonas que había consumido, mi menstruación en conjunto y no volvió a ser la misma. No logré sentirme cómoda ya que no tenía cómo saber si lo que le estaba ocurriendo a mi cuerpo era normal. Los miedos iban incrementando y sentía que lo que había hecho implicaba un cambio irreversible que ya no deseaba.
Pasaron cuatro meses, llegó mi primera menstruación después de abortar, me encontré alejada de cualquier revisión ginecológica, las bocas comenzaron a callar y los imaginarios de mi cabeza se desvanecieron. Comencé a conectar nuevamente conmigo misma, mi cuerpo y comencé a resignificar mi experiencia. Volví a confiar, compartí mi experiencia con otrxs y comencé a ayudar a cuerpos gestantes a tener acceso a información sobre el aborto. Al compartir mi experiencia me di cuenta de que no debía dar explicaciones, menos dar las razones por las cuales aborté. Y al acompañar, me cansé de andar a escondidas y en secreto. Fue entonces que el Estado se configuró como mi principal enemigo. Y comprendí que no era sólo mío, sino que lo era y lo es para un montón de personas con la capacidad de gestar.
Después de todo aquello que me pasó durante y tras el aborto, pude aceptar que lo que viví como un privilegio realmente debía ser un derecho. Y que tener ese privilegio no era una culpa con la cual debía cargar, porque nace directamente desde la responsabilidad del Estado, como garante de derechos, cumplir con un derecho reproductivo fundamental para una vida libre de decisión sobre el propio cuerpo, por ende, libre de violencia.
Mi cuestionamiento activo sobre el acceso de derechos sexuales y reproductivos comenzó cuando no quise seguir tomando anticonceptivos hormonales porque simplemente sentí que mi cuerpo vivió un montón de cambios que ya no quería transar. Continuó cuando tuve que dejar ir a la ginecóloga que me acompañó durante años porque ella no estaba de acuerdo con el aborto, y tampoco estaba a favor de no utilizar métodos anticonceptivos hormonales, por lo que no podía acceder a una educación sexual integral a través de ella. La manera en la que quedé embarazada fue muy cuestionada, nadie apuntó a la mala educación sexual que posiblemente recibí, sino que apuntaron a una mera irresponsabilidad, la cual merecía un castigo. Y en este caso, ese castigo moral implicaba pasarlo mal abortando. Y ni hablar de responsabilidades compartidas, porque era absolutamente mía, como mujer con capacidad gestante, nunca de mi pareja. Por supuesto que la mujer siempre tiene que estar más atenta que el hombre en una relación heterosexual.
La experiencia en su totalidad me dejó un montón de aprendizajes que agradezco infinitamente, amores que jamás quiero olvidar y cuestionamientos que no voy a soltar. Sin embargo, considero que no hay ninguna persona con capacidad gestante que debería pasarlo mal abortando. Seguro que es una experiencia que trae consigo múltiples emociones como cualquiera otra. Pero no debería ser prohibido, a escondidas, y mucho menos penalizado. Las personas con capacidad gestante llevamos siglos abortando. A muchas nos da miedo, pero al menos ya no estamos solas. Y es por la experiencia y la de muchas otras personas que en mi cotidiano cuando hablo del aborto como un derecho reproductivo lo hago parte de quien soy. Porque el acceso que tuve al poder hacerlo es un privilegio, no un derecho. Y eso es parte de lo que fui y lo de lo que soy. No me determina de ninguna forma, pero no sería la misma persona si no hubiese podido abortar, o si simplemente hubiera decidido no hacerlo por culpa, por la presión del Estado chileno y de la sociedad. La maternidad es una elección y debería ser vivida como tal, como parte de parte de un derecho humano.
Hoy en día no me da vergüenza ni me genera culpa decir que aborté. En mi cotidiano cuando hablo de los derechos sexuales y reproductivos hablo de feminismo, de cómo el movimiento nos ha llevado a garantizar mejores y más derechos para todxs. Hablo de cómo el Estado y la sociedad penalizadora ejerce el dominio de la decisión sobre nuestrxs propios cuerpos. Hago el feminismo parte de mí, parte de todas y todxs. Esta experiencia no me asegura no sentir culpa, dolor, enojo, frustración o tristeza, tampoco me aparta de preguntarme qué hubiese pasado si tomaba otra decisión. Pero si existe alguna certeza que me otorga la experiencia, es que si quiero tener un aborto, lo tengo, lo tuve y lo tendré.
Escrito por:
Sofía
Mujer, psicoterapeuta y escritora feminista.
Comments